De la ignorancia y la felicidad
"...De noventa enfermedades, cincuenta las produce la culpa y cuarenta la ignorancia..." Anónimo.
Un buen día, allá por mis doce años, fui a acostarme. Eran tiempos en los que recuerdo se respiraba buen ambiente porque no tardando mucho nos iríamos de vacaciones a Gandía. Como decía, iba a meterme en la cama. Mi madre, como es costumbre, encendió la clásica luz verde que ilumina su lado del colchón mientras leía un libro; uno de tantos que ya han pasado por las voraces córneas de doña Encarni, dándonos tiempo a mi hermana y a mí para que cojiéramos el sueño. Mi padre por aquel entonces ya se quejaba de los agudos dolores de espalda que le proveía una mala ciática y que le obligaba a dormir en el sofá, y allí se encontraba en su crepuscular cita con el televisor de altas horas de la noche.
Yo me recuerdo como un crío empollón que acaba de estrenar dobles dígitos en su tarta de cumpleaños, apurando las últimas bocanadas de una gordura que llevaba pegada a mi desde hace años, buscando todavía ese sitio que tienes que encontrar cuando te mudas a un barrio nuevo, con el bigotillo amaneciente que le da la bienvenida a la adolescencia, sin pendientes y sin coleta; ni siquiera el cuerno vegetesco que hace de mi frente de hoy una característica esencial de mi persona. Era la época de mi primera hipocondría y tal vez la menos mala de todas, pero suficiente para dejar el miedo en el cuerpo a una mente débil como era y es la mía.
Yo siempre dormía bocabajo y aquella noche de agosto no iba a ser una excepción. Supongo que en ese momento cometí el peor error en años desde aquel día que decidí hacerme del Madrid. Al dejar caer mi pecho sobre el colchón, noté a través de mi escaso pijama un bulto del tamaño de un garbanzo en mi pezón izquierdo. El manjar idóneo con el que alimentar mi ya madurado pavor a las enfermedades y sembrar el pánico en mis próximos meses de vida; que en aquel momento, pensaba que serían los últimos. Me alteré como nunca en mi vida, empecé a sentir el hormigueo nervioso que te invade el estómago cuando te dan las malas noticias y en un golpe de voz le espeté a mi madre, que aún leía; que necesitaba leer -por aquel entonces Mortadelo y Filemón reinaban en mi estantería- , que estaba supernervioso y que por favor me permitiera unos minutos de lectura. Se negó, y no hube sino que morder los labios, que era lo que más cerca me pillaba, y tratar de encontrar un sueño que desde ese momento me anduvo huyendo cada vez con más frecuencia.
¿Era aquello lo que me aterraba pensar que era?, ¿Sería un simple tumor o un cáncer mortal que me daría, a lo sumo, unos pocos meses de vida? Pero sobre todo, en ese instante la pregunta que me abordaba cada instante era ¿debía decírselo a mi madre con todo lo que ello supone o debía callármelo y esperar que llegara mi hora más pronto que tarde?...porque, claro, yo sabía que aquello no podía ser otra cosa que lo que era; y mis amplios conocimientos de medicina (gracias, "Érase una vez el cuerpo humano") así lo aseguraban. Sólo podía ser una cosa y ya nadie podría sacarme de allí.
La mañana siguiente fue como cualquier otra despreocupada mañana de verano: levantarse todo lo tarde que Morfeo te dejara y llegar al salón el primero para hacerte con el verdadero motor de toda familia, el mando a distancia. Estaba jugando con mi hermana [más pequeña que nunca] cuando de nuevo ese agorero calambre escalofrío me recorrió la espalda entera recordándome que no todo iba bien, que desde anoche yo tenía cáncer y que había empezado a vivir el final de mi corta vida.
Por increíble que parezca decidí no contar nada a nadie y llevar aquello yo sólo como mejor pudiera, esperando el momento en que yo dejara de respirar, mis manos se tornaran rígidas y mi tez empalideciera. Suena muy crudo pero yo lo recuerdo así y así lo cuento. Mi carácter se volvió tristón y dejaron de importarme las cosas que hasta entonces me habían importado; al fin y al cabo, yo iba a morir en unos meses engullido por aquel asesino que crecía en mi pecho. Una tarde de sábado en la casa de mis abuelos, antes de comer, yo estaba sólo en el cuarto de estar viendo un clip de La Oreja de Van Gogh; era una canción especialmente triste para mí, y rompí a llorar. Entre sollozos balbuceaba "no quiero morir, Dios, no quiero morir"; en ese momento alguien llamó a la puerta y me sequé las lágrimas tan rápido como pude pero el timbre volvió a sonar de nuevo. No era nadie importante, no para cualquier otra persona que hubiera abierto la puerta, pero yo paré de llorar.
Pasaba el tiempo y yo - error - me dediqué a buscar información sobre los tumores y los distintos tipos de cáncer y de su incidencia tanto en hombres como en mujeres, pregunté incluso a mi madre sobre el tumor que justo doce años atrás había sido extirpado de pecho derecho de mi abuela, y encontrar así un clavo al que agarrarme que me permitiera creer que saldría de aquello. De la conversación con mi madre en el paseo marítimo de Gandía saqué en claro que no podría hacer nada por evitar lo inevitable, que sólo podría resignarme y esperar. ¿Sabéis de qué tamaño empezó siendo el tumor de mi abuela? Del de un garbanzo.
Nada eran buenas noticias: el bulto no sólo había aumentado sino que además en febrero me creció uno nuevo en el pezón derecho. Yo ya daba todo por perdido y ahora incluso era tarde para rectificar y pedir ayuda porque el garbanzo era ahora una mandarina pequeña.
Pasé de curso con las mates y la estupenda profesora que las impartía dejando huella en mi expediente y con ello mis 13 años: tocaba análisis de sangre. En mi santa inocencia yo tenía la certeza de que en una prueba sanguínea aparecería mi cáncer (y en realidad no siempre es así) y ya no pude dejar de pensar en la escena del día en que a mi pobre madre le dieran los resultados con la funesta noticia. Pero para mi sorpresa, al llegar a casa, me encontré con mi madre preparando la comida en la cocina como cualquier otro preocupad día de invierno; y lo primero que hice según entraba por la puerta fue preguntar que qué tal habían sido los resultados de los análisis, y la respuesta que escuché fue la más inesperada pero sorprendente de mi vida: "Tienes el colesterol alto". Empecé a gritar de júbilo como si el Madrid hubiera ganado la Liga en el último minuto del último partido en el Nou Cam de penalty injusto marcado por Figo ante el asombro de mi santa madre, que seguía concentrada en que las mejores patatas con costillas que he comido en mi vida le salieran bien. Yo, que me creía muerto; yo, que había pasado la peor mañana de mi vida; yo, había vuelto a nacer: estaba curado, todo había sido una farsa.
Con el tiempo descrubría a través de un profesor de religión (cuya frase más memorable fue "¿Quién no se ha hecho una pajilla de joven?") que aquellos bultos eran fruto del crecimiento intrínsecamente ligado al desarrollo hormonal y que eran totalmente benignos y normales...y yo pensando que me moría.
Los nuevos bríos que me reportó el haberme curado de "cáncer" me permitió afrontar una vida infinitamente más dichosa e intensa, hasta llegar a nuestros días; ya con coleta, pendientes y ese cuerno vegetesco que hace de mi frente una característica esencial de mi persona.
Pero la pregunta que me sugiero después de todo esto es ¿qué hubiera pasado si yo nunca hubiera leído ni uno sólo de los tomos de "Érase una vez el cuerpo humano" que mi madre se encargó de traerme puntualmente cada jueves cuando yo tenía 7 años?, ¿Qué hubiera pasado si yo no hubiera sabido qué es el cáncer o cómo se manifiesta?
Pues seguramente me habría ahorrado un año de nubes negras, algunas lágrimas y unos 12 años que no se merecía un niño de 12 años. ¿La ignorancia es la felicidad?, tal vez sí; pero si queréis un buen consejo...nunca leáis "Érase una vez el cuerpo humano" , causa cáncer.
Palabra de un resucitado.

Canción recomendada: www.pensamientosytal.blogspot.com
Un buen día, allá por mis doce años, fui a acostarme. Eran tiempos en los que recuerdo se respiraba buen ambiente porque no tardando mucho nos iríamos de vacaciones a Gandía. Como decía, iba a meterme en la cama. Mi madre, como es costumbre, encendió la clásica luz verde que ilumina su lado del colchón mientras leía un libro; uno de tantos que ya han pasado por las voraces córneas de doña Encarni, dándonos tiempo a mi hermana y a mí para que cojiéramos el sueño. Mi padre por aquel entonces ya se quejaba de los agudos dolores de espalda que le proveía una mala ciática y que le obligaba a dormir en el sofá, y allí se encontraba en su crepuscular cita con el televisor de altas horas de la noche.
Yo me recuerdo como un crío empollón que acaba de estrenar dobles dígitos en su tarta de cumpleaños, apurando las últimas bocanadas de una gordura que llevaba pegada a mi desde hace años, buscando todavía ese sitio que tienes que encontrar cuando te mudas a un barrio nuevo, con el bigotillo amaneciente que le da la bienvenida a la adolescencia, sin pendientes y sin coleta; ni siquiera el cuerno vegetesco que hace de mi frente de hoy una característica esencial de mi persona. Era la época de mi primera hipocondría y tal vez la menos mala de todas, pero suficiente para dejar el miedo en el cuerpo a una mente débil como era y es la mía.
Yo siempre dormía bocabajo y aquella noche de agosto no iba a ser una excepción. Supongo que en ese momento cometí el peor error en años desde aquel día que decidí hacerme del Madrid. Al dejar caer mi pecho sobre el colchón, noté a través de mi escaso pijama un bulto del tamaño de un garbanzo en mi pezón izquierdo. El manjar idóneo con el que alimentar mi ya madurado pavor a las enfermedades y sembrar el pánico en mis próximos meses de vida; que en aquel momento, pensaba que serían los últimos. Me alteré como nunca en mi vida, empecé a sentir el hormigueo nervioso que te invade el estómago cuando te dan las malas noticias y en un golpe de voz le espeté a mi madre, que aún leía; que necesitaba leer -por aquel entonces Mortadelo y Filemón reinaban en mi estantería- , que estaba supernervioso y que por favor me permitiera unos minutos de lectura. Se negó, y no hube sino que morder los labios, que era lo que más cerca me pillaba, y tratar de encontrar un sueño que desde ese momento me anduvo huyendo cada vez con más frecuencia.
¿Era aquello lo que me aterraba pensar que era?, ¿Sería un simple tumor o un cáncer mortal que me daría, a lo sumo, unos pocos meses de vida? Pero sobre todo, en ese instante la pregunta que me abordaba cada instante era ¿debía decírselo a mi madre con todo lo que ello supone o debía callármelo y esperar que llegara mi hora más pronto que tarde?...porque, claro, yo sabía que aquello no podía ser otra cosa que lo que era; y mis amplios conocimientos de medicina (gracias, "Érase una vez el cuerpo humano") así lo aseguraban. Sólo podía ser una cosa y ya nadie podría sacarme de allí.
La mañana siguiente fue como cualquier otra despreocupada mañana de verano: levantarse todo lo tarde que Morfeo te dejara y llegar al salón el primero para hacerte con el verdadero motor de toda familia, el mando a distancia. Estaba jugando con mi hermana [más pequeña que nunca] cuando de nuevo ese agorero calambre escalofrío me recorrió la espalda entera recordándome que no todo iba bien, que desde anoche yo tenía cáncer y que había empezado a vivir el final de mi corta vida.
Por increíble que parezca decidí no contar nada a nadie y llevar aquello yo sólo como mejor pudiera, esperando el momento en que yo dejara de respirar, mis manos se tornaran rígidas y mi tez empalideciera. Suena muy crudo pero yo lo recuerdo así y así lo cuento. Mi carácter se volvió tristón y dejaron de importarme las cosas que hasta entonces me habían importado; al fin y al cabo, yo iba a morir en unos meses engullido por aquel asesino que crecía en mi pecho. Una tarde de sábado en la casa de mis abuelos, antes de comer, yo estaba sólo en el cuarto de estar viendo un clip de La Oreja de Van Gogh; era una canción especialmente triste para mí, y rompí a llorar. Entre sollozos balbuceaba "no quiero morir, Dios, no quiero morir"; en ese momento alguien llamó a la puerta y me sequé las lágrimas tan rápido como pude pero el timbre volvió a sonar de nuevo. No era nadie importante, no para cualquier otra persona que hubiera abierto la puerta, pero yo paré de llorar.
Pasaba el tiempo y yo - error - me dediqué a buscar información sobre los tumores y los distintos tipos de cáncer y de su incidencia tanto en hombres como en mujeres, pregunté incluso a mi madre sobre el tumor que justo doce años atrás había sido extirpado de pecho derecho de mi abuela, y encontrar así un clavo al que agarrarme que me permitiera creer que saldría de aquello. De la conversación con mi madre en el paseo marítimo de Gandía saqué en claro que no podría hacer nada por evitar lo inevitable, que sólo podría resignarme y esperar. ¿Sabéis de qué tamaño empezó siendo el tumor de mi abuela? Del de un garbanzo.
Nada eran buenas noticias: el bulto no sólo había aumentado sino que además en febrero me creció uno nuevo en el pezón derecho. Yo ya daba todo por perdido y ahora incluso era tarde para rectificar y pedir ayuda porque el garbanzo era ahora una mandarina pequeña.
Pasé de curso con las mates y la estupenda profesora que las impartía dejando huella en mi expediente y con ello mis 13 años: tocaba análisis de sangre. En mi santa inocencia yo tenía la certeza de que en una prueba sanguínea aparecería mi cáncer (y en realidad no siempre es así) y ya no pude dejar de pensar en la escena del día en que a mi pobre madre le dieran los resultados con la funesta noticia. Pero para mi sorpresa, al llegar a casa, me encontré con mi madre preparando la comida en la cocina como cualquier otro preocupad día de invierno; y lo primero que hice según entraba por la puerta fue preguntar que qué tal habían sido los resultados de los análisis, y la respuesta que escuché fue la más inesperada pero sorprendente de mi vida: "Tienes el colesterol alto". Empecé a gritar de júbilo como si el Madrid hubiera ganado la Liga en el último minuto del último partido en el Nou Cam de penalty injusto marcado por Figo ante el asombro de mi santa madre, que seguía concentrada en que las mejores patatas con costillas que he comido en mi vida le salieran bien. Yo, que me creía muerto; yo, que había pasado la peor mañana de mi vida; yo, había vuelto a nacer: estaba curado, todo había sido una farsa.
Con el tiempo descrubría a través de un profesor de religión (cuya frase más memorable fue "¿Quién no se ha hecho una pajilla de joven?") que aquellos bultos eran fruto del crecimiento intrínsecamente ligado al desarrollo hormonal y que eran totalmente benignos y normales...y yo pensando que me moría.
Los nuevos bríos que me reportó el haberme curado de "cáncer" me permitió afrontar una vida infinitamente más dichosa e intensa, hasta llegar a nuestros días; ya con coleta, pendientes y ese cuerno vegetesco que hace de mi frente una característica esencial de mi persona.
Pero la pregunta que me sugiero después de todo esto es ¿qué hubiera pasado si yo nunca hubiera leído ni uno sólo de los tomos de "Érase una vez el cuerpo humano" que mi madre se encargó de traerme puntualmente cada jueves cuando yo tenía 7 años?, ¿Qué hubiera pasado si yo no hubiera sabido qué es el cáncer o cómo se manifiesta?
Pues seguramente me habría ahorrado un año de nubes negras, algunas lágrimas y unos 12 años que no se merecía un niño de 12 años. ¿La ignorancia es la felicidad?, tal vez sí; pero si queréis un buen consejo...nunca leáis "Érase una vez el cuerpo humano" , causa cáncer.
Palabra de un resucitado.

Canción recomendada: www.pensamientosytal.blogspot.com
1 Comments:
Yo también duermo bocabajo porque de pequeña pensaba que si venía alguien y me clavaba un cuchillo, la espalda sería más dura que la tripa y me haría menos daño. Ahora sigo con esa costumbre, aunque últimamente duermo de lado para ver si se me aparece la virgen en sueños.
Ya te dije que no me sabía frases, pero con respecto a la ignorancia te puedo citar un mito (esto es lo típico que quien no te conoce piensa que eres una pedante y quien sí lo hace piensa que está chulo): el mito de la caverna, de Platón.
Te resumo: había unos hombres en una caverna encadenados y veían sombras de figuras humanas. A uno le pica la curiosidad, logra desatarse y sale de la cueva. Fuera ve que los animales pintados en la cueva son copias de los que están ahí fuera, en el mundo real. Vuelve a la caverna y se lo cuenta a sus compañeros, pero estos le dicen que lo que hay pintado son los verdaderos animales y acaban matándole.
Los tíos que siguieron en la caverna eran felices en la ignorancia. No conocían nada más allá de las pinturas pero se conformaban con eso. Mientras que el aventurero que salió de la cueva (y de su ignorancia) acabó muerto.
El cuentito da qué pensar ¿eh?
¡Besus!
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