domingo, septiembre 16, 2007

De mi gimnasio y los posibles

El San Martín de los malotes:

Yo subía de cinturón a la misma velocidad que la gente que entró conmigo se iba. Muchos chicos se apuntaban, entrenaban un par de años y se volvían a marchar, incluso Lorenzo, que se fue alegando que aquello no le gustaba. Yo no sabría contar cuántas veces pude decirle a mi madre que a mí aquello tampoco me gustaba, pero nunca dejó me desapuntarme y a día de hoy es una de las cosas que más tengo que agradecerle.
Tan es así, que con el tiempo terminé siendo el mayor de los chavales que entrenaban a las 17:30, con la sombra de Araceli siempre siguiéndome los pasos. A mis trece años y con mi cinturón azul por montera, había pasado de ser el blanco de todos los tontazos a ser yo quien aconsejara a los nuevos.

Amarillo, Naranja, Verde, Azul; todo pasaba muy aprisa y entonces empezaron a llegar los que serían mis compañeros de hoy: Pedro, Pablo, Roberto... Por la sala azul pasaron Rafa, Piqueras... hasta Daniel Carrasco! Yo sobreviví a todos ellos hasta el punto de doblar las sesiones, ayudar a los pequeños y pasarme a entrenar los martes y los jueves. El Gimnasio Parque Henares se convirtió en una parte indispensable de mi vida.

Hacía algún tiempo que Ángel me lo venía dejando caer, y esque la clase de las 17:30 me empezaba a quedar pequeña y ya era hora de dar el salto con los mayores. Seguramente he dejado en el tintero muchas anécdotas y nombres en esta primera etapa, pero no pretendo tanto aburriros como contaros lo esencial de todo esto.

Y como lo prometido es deuda, una buena tarde de septiembre me ví a los 13 años metido de nuevo en una clase llena de tipos enormes, en la que me esperaba un tipo llamado David.

miércoles, septiembre 12, 2007

De mi gimnasio y los posibles

Las primeras patadas siempre fueron difíciles:

Vaya si lo fueron. Recuerdo cada día de gimnasio como una mili particular que hacía que la hora que duraban las clases parecieran muchas más. Lorenzo y yo nos compramos los Doboks (kimonos) correspondientes y nos embarcamos de lleno en nuestra aventura.
No tuvimos demasiada suerte al principio, con nosotros entrenaban gentes que más tarde serían cocainómanos, delincuentes o simples objetores de conciencia; de los cuales tuvimos que soportar sus abusos y... a acatar, que éramos novatos. El caso es que (gracias a los hijoputas que tenía por compañeros) con el tiempo se fue cumpliendo una de las primeras frases que le recuerdo a mi maestro: "Cuantos más golpes te llevas, más duro serás"; supongo que no lo diría por mí, ya que con una sola de mis mejillas se podía prepara la barbacoa entera de una boda gitana.
Se me hizo eterno, pero a los pocos meses (en enero) llegó la hora de enfrentarme a mi primer examen: temblaba como un judío en 1942 y sudaba como para llenar una piscina olímpica antes de entrar en la sala. En aquella sala me esperaban 3 personas corbateadas y a las que no conocía de nada... quién me iba a decir a mí que aquellas 3 personas terminarían entrenando conmigo no tardando mucho. Una de ellas era David, mi espejo particular.

Aquello fue un viernes, el lunes ya había cambiado el color de mi cinturón: ahora era blanco-amarillo y lo recibí con la ilusión que un padre toma a su hijo en brazos por primera vez, fue un estímulo para seguir entrenando y un premio a todas aquella calorías gastadas, horas sudadas y lágrimas derramadas. Y esque también lloré, pero ese capítulo me lo reservo para otra ocasión.